miércoles, 25 de enero de 2012

Un día de esos

Cuando desperté esta mañana y encendí la luz de mi habitación, supe que hoy iba a ser 
un día de esos. 
En los que por más que te frotes los ojos, todo se ve de un sólo color. 
Uno de esos días
en los que te quedarías acostada, dejando que emane de tu interior un manantial de lágrimas. 

Pero es la propia vida la que te empuja a levantarte, la que te dice que no te puedes permitir perder el tiempo con tus cosas, que tienes que salir y cumplir con tus obligaciones. 
En un alarde de responsabilidad, saltas de la cama. 
Vas a tu armario, camiseta gris para hoy… 
Una vez más, el destino te envía una señal: 
hoy será un día de esos. 

En los que ni el más caliente de los cafés puede hacer que tu corazón deje de tiritar. 
Aún así te lanzas, sales a la calle con la esperanza de que alguien te pueda hacer sonreír. 
Buscas entre la gente y entiendes que hoy sólo puede conseguirlo él… Pero él no está. 

Asumes que hoy tenía que ser un día de esos y decides volver a casa, desnudarte, meterte en la cama y llorar… 

Llorar hasta conseguir quitarle la ropa a tu alma, para que abrazada a tu cuerpo, recupere las ganas de salir de su lecho.

La última melodía

           Es increíble que al dejarte llevar por un sinfín de palabras que viajan en un campo de ondas mecánicas, puedas vivir tan buenos momentos.

Tras tanto tiempo de letargo, hoy la música me las ha vuelto a despertar. Y ellas, como si no lo hubiesen hecho nunca, se han puesto a volar por mi cabeza rápidamente. Entre tanto aleteo, y como si de un experimento de psicofisiología se tratase, han activado aquella estructura cerebral humana encargada de formar y almacenar los sucesos emocionales: la amígdala. Se ha erizado toda mi piel, he sentido un escalofrío, mi corazón ha dado un vuelco... y entonces, ingenuamente, me he dejado envolver por todas esas sensaciones. Sólo he necesitado cerrar los ojos para visualizar aquel momento.

Estoy tumbada, ¿la única imagen de la que dispongo?: una enorme Luna llena rodeada de un millón de estrellas. Es una noche  de Agosto preciosa. ¡¿Agosto?!

En un impulso me incorporo y miro al frente: el Mar. Me dejo querer por él una vez más. Tras varios minutos,  una caricia interrumpe este momento. ¡¿Una caricia?!

Espera… ¡No estoy sola! Su mano toma con ternura mi cara, haciendo girar mi cabeza lentamente… Es él. ¡Cuánto tiempo! Le miro y sonrío tímidamente. Entonces, empujada por una cálida brisa me lanzo a recorrer los diez centímetros que separan su boca de la mía. Sus ojos y los míos cada vez están más cerca. Cinco centímetros… ya puedo sentir su respiración… Dos centímetros…  Qué cerquita le tengo…

Pero… La última melodía contenida en aquél sinfín de palabras que viajaban sobre el campo de ondas mecánicas adquiere un significado: “Perdón si no te supe amar”. En ese momento una bocanada de aire frío hace que todo vuelva atrás a la velocidad de la luz, ya no noto su respiración, sus ojos se alejan de los míos, su boca está cada vez más lejos, no le veo, el mar, las estrellas, la Luna… Todo pasa tan rápido que no me da tiempo a despedirme. Entonces se abren mis ojos. Estoy tumbada, pero esta vez no es arena lo que hay bajo mi cuerpo. Echo un vistazo alrededor… Mi habitación.

 “¿No le has besado?” preguntan mis curiosas mariposas.
“Sólo ha sido un sueño” respondo entre lágrimas. “Y como Calderón de la Barca apuntaba…  los sueños, sueños son”.